*Fuego purificador*
Volvía a llover por cuarto día consecutivo, a pesar de que en la zona no llovía casi nunca.
David necesitaba que dejara de llover, como los patos necesitan agua en el estanque para sus cosas. Su plan era llegar a la casa de madrugada, entre los árboles, con la tierra, ya seca, para que no se marcaran las pisadas que pudieran delatarle y prender fuego al granero, repleto con la paja guardada para el invierno, y acabar con Pepi y Ramón, sus suegros que dormirían espoleados por las pastillas que pensaba ponerles en la bebida en la cena de aniversario que iban a celebrar por la noche.
Cuatro días después de las últimas gotas de lluvia, a las once de la noche después de la cena, Lola, su mujer, le preguntó: ¿Dónde vas? A sacar al perro, respondió David.
Lola apuró su infusión nocturna, con su dosis redoblada de Diazepan…
Ya de madrugada, una juguetona pareja de novios desde un coche, aparcado en la espesura, vio las llamas y avisó al 112.
Todo quedó en media casa quemada, y Pepi y Ramón viviendo con Lola y David, durante el medio año que tardaría el seguro en arreglar la casa… ¡Hay que ver cómo los siniestros unen a las gentes, y cierran los acontecimientos luctuosos que hubieran podido suceder… y endulzan las relaciones… que casi iban a torcerse en la primera curva del camino de las desavenencias familiares…!
Gracias sean dadas a los dioses panes y a los dioses lares, decía Ramón que fue profesor de latín y gustaba de adornarse con latinismos y frases rimbombantes, sin saber lo cerca que había estado de acercarse al Olimpo en calidad de residente in saecula saecularum.
*B.M.*
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