*El molino de viento*
Los grados de amistad y los de querencia son diversos, no hay un patrón que los regule, segmente o compare.
Los que de buena casa procedemos o queremos mucho o no queremos.
Yo nunca he puesto en duda mi poca capacidad de amar, no soy como la mamá pata que hace unos días, caminando hacia la playa, por el lado de una larga acequia que conduce al Estany, al pasar al lado de un puentecito, se abalanzó sobre mí la pata, una mamá pata minúscula, porque veía en peligro a su prole de unos doce patitos pequeñísimos, la pata dio dos vueltas sobre mí, dejándose caer sobre mi cabeza y creando la confusión propia de un ataque, no intuido por mi inteligencia defensiva. Me desarboló la furia de la atacante y al rato, cuando me di cuenta de la incruenta batalla de la que fui objeto, se me derretía el corazón al pensar en el amor que atesoraba aquella ave prodigiosa.
Yo no sería capaz de albergar tanto amor y tanto arrojo contra el gigante que supongo que yo era para el ánade.
Tal vez, yo no podría asegurar lo contrario, el ave en su zona de estar, que puede ser debajo del puente, donde puede tener su biblioteca, estuviera leyéndoles a los patitos el capítulo VIII del Quijote, y de los treinta o cuarenta molinos de viento que descubrió como desaforados gigantes, a los que hizo batalla el Quijote, la pata viera en mí el molino peligroso que quisiera engullir a toda su prole. Al rato, al no tener la pata una Sancha a la que argumentar lo que veía, trocó su miedo en ataque y salí yo malparado al principio y lleno de ternura por la infinita bondad y amor de la pata justiciera.
Quijote y Sancho marcharon a Puerto Lápice a por más aventuras, y yo marché a la playa para solazarme con un almuerzo valenciano, de los que solemos acometer sobre las 10:00 horas cada mañana por estas latitudes.
*B.M.*
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