*Amor de madre*

 De mi casa a la escuela habría no más de cien metros… Con seis años, mi madre desde la puerta de casa vigilaba como mi hermano, de siete, y yo, consumíamos los cuatro minutos que nos costaba -entre juegos y empujones- llegar a la puerta del cole y desaparecer…

Ese ritual se repetía a diario, a las 9.00 en la ida y a la una para la vuelta… A mi hermano no le gustaba demasiado que yo fuera con él -se veía mayor para mí- y se distanciaba… A mí no me importaba demasiado, porque siempre he ido un poco por libre en casi todo. 

En el patio del cole, toda la chiquillería, nos reuníamos en formación militar para rezar algo y cantar el “cara el sol”, creo que yo no me sabía la letra, pero da igual, no eran creencias ni ideas que nos importaran demasiado, venía todo en el pack de educación y descanso programado, en la época cercana al final de una guerra, que nunca se ha olvidado, ni por las carencias de víveres de aquel tiempo ni por el lastre político, que no hay cojones de clarificar y dejar atrás ahora. Ni lujos excesivos, ni estrecheces patentizables, así era nuestro discurrir en aquellos días… 

Y pequé… No sé cómo se me pasó por la cabeza, pero si sé como lo hice… 

La situación se enturbió y subió de tono, al llegar a casa… Un día…. Mi madre con cara de “pomes agres”, no lejos de ella un plumero “asesino” y yo entrando -como si no hubiera pasado nada- inconsciente de la tormenta que se me venía encima….

-¿Qué ha pasado con el bocadillo del almuerzo? 

Alguien le había dicho a mi madre que me había visto tirar el almuerzo por encima de la tapia de las monjas… ¡Malditos chivatos! 

-Lo he perdido, mentí…

Me llegó una torta… 

No lloré, porque el instantáneo arrepentimiento había secado mis lágrimas de cachorrillo sin maldad… 

Por la cariñosa explicación posterior de mi madre, nunca más he vuelto a tirar comida, ni a pedir de más, aunque a veces deba tomar Almax o bicarbonato para tranquilizar a mi estómago.

*B.M.*